sábado, 25 de junio de 2011

NAPOLEÓN EN LA CALLE DE SERRANO

La historia de España escrita por un español para lectores españoles: eso son los Episodios Nacionales de Galdós. Parecen requerir un lector que tenga cierta connaturalidad con lo que allí se narra, que conozca al menos nuestra historia e idiosincrasia. En los Episodios se acumulan centenares de historias pequeñas que se enmarcan en un destino común: el de la patria. Se cumple así el deseo de Don Miguel de Unamuno acerca de la intrahistoria que acaba constituyendo la verdadera historia. Los Reyes, los Generales, los aristócratas son vistos generalmente desde lejos y desde abajo, como los ve el pueblo. Sólo si se dignan mezclarse con el pueblo se digna don Benito darles voz y figura. Pongamos un ejemplo.
Sólo una vez estuvo Napoleón en España. Galdós  no nos lo describe, ni tampoco su viaje ni sus designios. Desde Madrid se oyen rumores acerca de su llegada. Nos lo califica  como lo hace el pueblo : “el bergante del emperador” “ese monstruo infame” “el miserable emperadorcillo” “el gabachón” “Ese monstruo, ese troglodita, ese antropófago que no se sacia nunca de devorar carne humana…” .
Cuando finalmente llega el momento de “ver” a Napoleón, Gabriel Araceli, el protagonista, nos advierte: “Como es fácil de comprender, yo no le vi en aquella ocasión, pero me lo figuraba y me lo figuro por lo que me contara quien lo vio muy de cerca.”
Es el pueblo el que ve a Napoleón, un misterioso testigo ocular, que lo describe de esta forma magnífica: “En el centro de aquellas tropas y en lo que hoy es parte de la calle de Serrano, estaba Napoleón, sereno y tranquilo, montado en aquél caballejo blanco que había pateado el suelo de las principales naciones del continente; allí estaba disponiendo los movimientos de sus soldados, y sin quitarse del ojo derecho el catalejo con el que alternativamente miraba ya a este punto, ya al otro”.
Esta imagen tópica de Napoleón, sacada de cualquier estampa o grabado, se completa con el detalle feliz de la observación de defectos, que iguala al gran hombre con el hombre humilde que lo observa y no se queda patidifuso por la grandeza: “Por cierto que aquél testigo ocular observó detenidamente algunos pormenores muy curiosos de su persona, que no nombra la historia, cuales eran ciertos gruñiditos que emitía mientras miraba por el anteojo, un movimiento maquinal de apretarse el vientre con la mano izquierda, repentinos fruncimientos de cejas y algunas veces una sonrisa dirigida a su mayor, general Berthier. Con sus anteojos, su tosecilla, sus mugidos, sus golpes en la barriga, sus polvos de tabaco y sus delgadas y finas sonrisas, “el ogro de Córcega” nos estaba partiendo de medio a medio”.
Genialmente, Galdós nos está diciendo que la mirada del hombre vulgar descubre en el gran hombre los gestos que le hacen humano, al tiempo que reconoce sin paliativos que, sin mover personalmente un dedo, Napoleón “nos estaba partiendo de medio a medio”.

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